Hamilton, la tergiversación histórica y el gran problema de Lin Manuel Miranda

Por Carlos Borrero

No puede pasar desapercibido a la gente pensante que Alexander Hamilton, el héroe del musical epónimo de Lin Manuel Miranda, defendía los mismos intereses económicos que hoy exigen para su propio enriquecimiento la imposición de penurias sobre las masas trabajadoras en general, y las de Puerto Rico en particular. La rebelión del whisky nos ofrece uno de los ejemplos más destacados de la ardiente defensa que hacía Hamilton de los ricos y poderosos. A pesar de su muy documentado papel activo para suprimir aquella rebelión contributiva la cual sacudió la frontera occidental de los recién formados Estados Unidos a principios de la década de los 1790, particularmente en el oeste de Pennsylvania, ese aspecto de Hamilton, el hombre, al igual que otras facetas similares se omiten de la obra de Miranda. La rebelión del whisky, un incidente transcendental en la temprana historia de EEUU, enfrentó los intereses de los pequeños granjeros contra los grandes monopolios destiladores de la costa este además de aquellos de los pobres endeudados contra los ricos acreedores.

El arbitrio sobre el whisky en 1791, el primer impuesto doméstico en EEUU, no sólo fue diseñado para favorecer a los intereses comerciales grandes por encima de aquellos de los pequeños propietarios – una política deliberada de concentración dentro de la industria destiladora – sino también impuso gran parte de la carga de la deuda que se había acumulado para sufragar la guerra independentista estadounidense sobre los granjeros pobres. Significativamente, Hamilton también exigía el pago a precio completo de los bonos de guerras adquiridos por inversionistas ricos de los veteranos de guerra endeudados a grandes descuentos, en algunos casos a 10 centavos el dólar. Es en este sentido que la rebelión del Whisky sólo puede entenderse como una continuación del descontento general entre las masas trabajadoras, particularmente las del campo, que se estalló primero en la insurrección dirigida por Shays en el oeste de Massachusetts unos años antes y luego continuó con la rebelión de Fries unos años después.

Hamilton, el hombre, no sólo fue uno de los arquitectos de las políticas a favor de la clase dominante, a la que éste se integró mediante su matrimonio con una de las hijas de la familia Schuyler, una de las dinastías más pudientes de la época, sino que también fue un participante y beneficiario directo de la actividad especulativa y saqueadora de la emergente oligarquía comercial y bancaria estadounidense. Por ejemplo, como asesor legal de la familia Schuyler, Hamilton facilitó unos acuerdos de negocio turbios entre sus suegros y la Holland Land Company que resultaron en el despojo fraudulento de terrenos de los Séneca en el estado de Nueva York. Estos terrenos fueron vitales para la construcción de canales y otros intereses de sus suegros. Aún más interesantes a este respecto fueron los esfuerzos legislativos del gran “patriota” Hamilton a nombre de intereses extranjeros – la Holland Land Company era holandés – que estaban prohibidos de ciertos negocios en el estado de Nueva York antes de su intervención directa.

¿Y qué hay de la supuesta historia ‘rags-to-riches’ de un inmigrante que Miranda nos pinta en su musical? En términos técnicos, Hamilton era un migrante interno de una colonia a otra dentro del mismo imperio cuando se trasladó a la ciudad de Nueva York desde la Isla Nieves a finales de 1772. Aunque es cierto que tuvo que superar obstáculos en su vida, la idea de que Hamilton era ‘pobre’ dista mucho de la verdad histórica. En realidad, sus vínculos con el sector comercial (importaciones y exportaciones) desde sus años de adolescencia en el Caribe lo posicionaron sólidamente dentro de la capa intermediaria de la sociedad colonial. Precisamente por eso pudo no sólo codear con importantes sectores comerciales y políticos una vez llegó al norte, sino también integrarse dentro de éstos, aunque con trabajo duro y determinación. En cualquier caso, la propia experiencia vivida de Hamilton no fue de ninguna manera un impedimento para el tipo de chovinismo nacional que éste adoptó hacia los demás, particularmente durante sus últimos años de vida política activa, ya sea en la forma de epítetos antiinmigrantes que lanzaba contra sus opositores políticos o su ferviente apoyo a los Actos de Extranjería y Sedición bajo la presidencia de Adams.

Tampoco es creíble su supuesto abolicionismo, el cual Miranda opone a la hipocresía del esclavista Jefferson. En primer lugar, la familia de su esposa poseía esclavos, hecho que no parece haberle molestado a Hamilton. (Algunos historiadores lo acusan de haber alquilado esclavos de vez en cuando; práctica muy común para la época.) Además de esto, sus relaciones comerciales se daban frecuentemente con dueños de esclavos y otros intereses vinculados a la trata humana.

En el análisis final, Hamilton no sólo ascendió a los círculos de poder económico y político dentro del joven EEUU, fue un ideólogo importante de la emergente burguesía norteamericana quien articulaba sin titubeos su actitud ante la gente trabajadora de la época. Una lectura seria de El Federalista revela, además del grado de sus tendencias antidemocráticas, el desdén que sentía por las masas – fueran blancos, negros o indígenas.

El musical de Miranda se basa principalmente en una biografía sobre Hamilton de 2005 escrita por Ron Chernow, quien también trabajó como asesor para la obra teatral. La versión acrítica y ‘saneada’ de la vida de Hamilton que nos presenta Miranda, separa al individuo de las fuerzas sociales contradictorias de su época histórica. Independientemente de la posición de uno respecto a los dotes artísticos de Miranda – pienso que el hombre es sumamente talentoso – su obra no reta para nada el orden social actual no importa cuánto le fascina a uno la cuestión de raza o ver a gente de color representar a figuras históricas blancas. La cuestión racial que permea el musical, en realidad, refleja los deseos de una capa social privilegiada, de la cual Miranda forma parte, compuesta por personas históricamente excluidas de las altas esferas del poder dentro de las salas de juntas corporativas, además de las instituciones sociales, culturales y educativas, debido en gran parte a su identidad racial, étnica o género. El musical de Miranda de ninguna manera busca llamar para un cambio profundo al orden actual. Más bien representa un llamado para mayor diversidad dentro de las capas superiores del orden existente.

Como han destacado muchos comentaristas en la colonia y la metrópoli, Miranda apoyó a la ley Promesa la cual dio sanción legal a la imposición directa de una dictadura financiera sobre su ‘amado’ Puerto Rico. Como tal, no debería sorprender que tanto los liberales como sectores de la derecha le hayan elogiado por su interpretación de Hamilton o que entidades como The Rockerfeller Foundation o el Gilder Lehrman Institute inviertan millones de dólares para subsidiar el espectáculo y crear currículos para estudiantes de escuela pública en la ciudad de Nueva York. ¿Qué mejor manera para la clase dominante promover sus valores e ideología, particularmente a la juventud pobre de clase trabajadora en tiempos de creciente desigualdad social, que a través de un espectáculo moderno de historia biográfica saneada, pintada a multicolores, y puesta al son del rap?

El musical llega ahora a Puerto Rico, donde en medio de una prolongada crisis económica y crecientes tensiones sociales, y a pesar de las garantías ofrecidas por la HEEND, ha desatado una controversia luego de la decisión de trasladarlo de la UPR al Centro de Bellas Artes en Santurce. La postura asumida por la HEEND de suspender sus protestas en aras del espectáculo, incluso cuando los medios de vida de sus miembros están bajo el ataque directo de la administración universitaria en cumplimiento con los dictados de la oligarquía financiera que ésta le sirve, representó un acto de magnanimidad; el reconocimiento del ‘derecho a la cultura’ tanto del estudiantado como de la gente en general. La oligarquía financiera nunca ha sentido una obligación similar de ser magnánima con los pobres. La HEEND no debe pedir disculpas por la continuación de sus protestas y menos aún a aquellos que defienden, directa o tácitamente, los intereses de los que saquean el país. Su lucha es más que legítima y debe ampliarse para incluir a otros sectores laborales y los estudiantes.

La decisión de los productores del espectáculo, y los intereses financieros de los que éstos dependen, de trasladarlo no fue más que otra expresión del desdén capitalista por la gente humilde. A pesar de sus intentos de explicar la decisión, Miranda, independientemente de sus sentimientos subjetivos, se encuentra atrapado en el medio. Es la misma posición en que se encontraba cuando no pudo articular una posición de principios con respecto a la imposición de una dictadura financiera sobre su ‘amado’ Puerto Rico. En el análisis final, es una posición que sólo refleja su incapacidad de trascender la perspectiva contradictoria de su clase. Tal es el dilema del pequeño burgués que expresa ideas nobles con sus palabras mientras se aferra a las ventajas materiales colgadas delante de él por sus amos capitalistas de hecho.

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