La dimisión de Mugabe y los límites de la Liberación Nacional

Por Carlos Borrero

 

La dimisión de Robert Mugabe, el autócrata que ocupó la presidencia de Zimbabue desde la declaración de independencia en 1980, ha sido acogida por muchos como un paso hacia delante en términos de mayor democracia y desarrollo económico.  Mugabe ganó prominencia como líder guerrillero durante la prolongada lucha que liberó a Rhodesia del Sur, el antiguo nombre de la colonia dominada por colonos blancos quienes unilateralmente declararon su independencia de Gran Bretaña en 1964 bajo Ian Smith, de la dominación política directa europea.

 

Desde antes de la independencia, el movimiento nacionalista zimbabuense fue caracterizado por rivalidades internas.  La facción ZANU (Unidad Nacional Africana de Zimbabue) encabezada por Mugabe, junto con el grupo rival ZAPU (Unión Popular Africana de Zimbabue), liderado por Joshua Nkomo, se vieron envueltos en el conflicto sino-soviético que se formó durante la guerra fría.  El primero recibió apoyo militar de Pekín mientras que el segundo fue apoyado por Moscú.  Aunque ambas organizaciones profesaron cierta adherencia al «marxismo» en su retórica – Mugabe se reunió con una serie de jefes de estado “socialistas” durante su campaña para obtener apoyo para la independencia de Zimbabwe – ni ZANU ni ZAPU representaron nada más allá de un proyecto de capitalismo nacional basado en el control del estado poscolonial en aras de facilitar la acumulación de capital entre por una nueva minoría negra deseosa de explotar a las masas trabajadoras en los campos de la extracción minera y la agricultura.  La prueba de esta coincidencia ideológica puede verse en el acuerdo de unidad que efectivamente resultó en la fusión de ambas organizaciones entre 1987 y 2008 bajo el control de ZANU y Mugabe.

 

Aunque Zimbabue experimentó un breve auge económico en los años inmediatamente posteriores a la independencia, debido principalmente a la demanda internacional para minerales y productos agrícolas comerciales, éste resultó de corta duración. Ya para los años 90, el país se encontró en un profundo declive económico caracterizado por la hiperinflación y el desempleo extremo.  Su participación en la guerra en el Congo, el fallido programa de indigenización de terrenos agrícolas y la cleptomanía gubernamental profundizaron el callejón sin salida económico para las masas del país.

 

Mientras tanto, la élite zimbabuense, reunida alrededor de ZANU, ha recurrido cada vez más al saqueo y la represión.  La conducta criminal de esta élite ha sido tipificada por Grace Mugabe, la odiada segunda esposa del ex presidente, conocida como Gucci Grace, quien se ha involucrado en varios escándalos relacionados a la adquisición de propiedades de lujo internacionales, el comercio de diamantes ilegal y gastos obscenamente derrochadores en artículos de lujo.  De hecho, mientras esta capa minúscula de la élite se acumulaba fortunas extravagantes, las masas de zimbabuenses, sometidas cada vez más a la represión, han sufrido todas las penurias de la extrema miseria.  El informe más reciente de UNICEF sobre la pobreza en Zimbabue destaca niveles de pobreza asombrosos en todas las zonas del país, tanto rurales como urbanas, especialmente entre los niños, así como el deterioro de la infraestructura relacionada con la salud pública básica y la educación.  Según datos oficiales la tasa de pobreza en Zimbabue ronda el 80%, el desempleo se aproxima a 90% y la expectativa de vida es de 60 años, entre las más bajas del mundo.

 

La toma de posesión por Emmerson Mnangagwa como presidente interino la semana pasada garantiza la continuidad del orden actual en Zimbabue.  Mnangagwa, también de ZANU, fue ministro de Seguridad del Estado bajo Mugabe durante las infames masacres de Gukurahundi entre 1982 y 1983.  A manos de la Quinta Brigada del ejército nacional zimbabuense, fueron asesinados 20 mil civiles de extracción ndebele, el grupo étnico que formaba el grueso de ZAPU, a quienes el régimen de Mugabe consideraba disidentes.  A pesar de que en varias ocasiones ha sido políticamente aislado por Mugabe, Mnangagwa consistentemente formó parte del régimen y recientemente encabezó los esfuerzos para reprimir a opositores políticos como el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC) de Morgan Tsvangirai.  Sin embargo, lo que es el testimonio más claro de que lo que acaba de ocurrir en Zimbabue fue una transición entre facciones de la misma élite se ve en el hecho de que la nueva administración bajo Mnangagwa ha otorgado un “apretón de manos dorado” al viejo Mugabe con un paquete que incluye $5 millones en efectivo como indemnización inmediata, más una pensión de $150.000 al año de por vida, la retención de su mansión de lujo en la capital de Harare con sirvientas, seguridad, cuidado médico y viajes al extranjero pagados por el estado, además de garantías para todos sus intereses empresariales.  Igual de significativo, Mugabe y su familia recibirán inmunidad por cualquier crimen cometido.

 

La experiencia de Zimbabue resalta una vez más los estrechos límites de la liberación nacional, incluso cuando ésta se gana mediante una lucha prolongada y brutal contra regímenes extremadamente opresivos.  Los movimientos de liberación nacional, a pesar de la retórica ‘socialista’ empleada por muchos, intentaron establecer proyectos de capitalismo nacional en los cuales el estado poscolonial servía a la vez como correas de transmisión para el capitalismo internacional y el principal instrumento para la acumulación de capital por parte de la élite nativa.  Una vez en el poder, la gran mayoría de los ex líderes independentistas traicionaron su retórica radical para llegar a un acomodo con el imperialismo, generalmente mediante la priorización de la venta de bienes básicos en el mercado mundial capitalista.  Como demuestra el sufrimiento masivo en Zimbabue, las masas trabajadoras del antiguo mundo colonial siguen pagando un precio muy alto a pesar de sus sacrificios por la causa de la independencia.  Aun en casos en que el régimen poscolonial intenta oponer un grupo de potencias capitalistas contra otro en un esfuerzo por obtener un mejor trato, como ha sido el caso de Zimbabue, la condición de las masas no cambia.  Esto ha sido evidenciado a través de África en el cambio de la inversión europea y estadounidense hacia cada vez más acuerdos con el capital chino, particularmente en los sectores minero y energético.  De hecho, hay indicios de que el apoyo tácito al cambio de régimen desde Pekín, el inversionista en Zimbabue más importante, jugó un papel importante en la decisión de sacar a Mugabe e imponer a Mnangagwa.

 

La clase obrera tiene que aprender de esta experiencia acumulada.  Si bien la cuestión de la independencia política conserva su importancia en los países que todavía se encuentran bajo el yugo del colonialismo, los proyectos de desarrollo económico por líneas del capitalismo nacional siguen siendo ilusorios.  Así como el capitalismo mundial impone la integración de las economías nacionales en beneficio de un puñado de capitalistas poderosos, el verdadero socialismo sólo puede concebirse como un proyecto basado en el control democrático de los trabajadores sobre una economía integrada internacionalmente en que la planificación racional se lleva a cabo para el beneficio de la mayoría del mundo.  Esto sólo puede realizarse a base del internacionalismo proletario.

 

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