Por Ismael Castro
Hace un par de días se desató una tirijala entre Donald Trump y varios políticos de Puerto Rico y EEUU alrededor de lo que los últimos catalogan como el trato ‘de segunda clase’ de los 3.5 millones de ciudadanos estadounidenses en la colonia. Las críticas emitidas por Luis Gutiérrez y Carmen Yulín Cruz, dos políticos representativos de las tendencias políticas liberales, se centran en la actitud prejuiciada de Trump y la supuesta violación de derechos ciudadanos de los puertorriqueños.
Analicemos más de cerca esta polémica.
La promoción del chauvinismo étnico, es decir, el prejuicio racial, por Trump es indisputable. Forma parte de una estrategia deliberada para desorientar ideológicamente a las masas trabajadoras en EEUU y preparar el terreno para una ofensiva fascista. Sin embargo, evaluar la respuesta a la actual situación puertorriqueña por la actual administración estadounidense en base a la actitud individual de Trump, no importa cuan cultural e intelectualmente rezagada o degenerada en términos psicológicos que sea, es un grave error. Donald Trump es el representante de la clase dominante, la clase capitalista, y su conducta política refleja los intereses materiales y las concepciones de dicha clase social. Como tal, las ‘críticas’ dirigidas al individuo, Donald Trump, lanzadas por Gutiérrez y Cruz, dos defensores impenitentes del mismo sistema capitalista, representan un acto de deshonestidad política descarada.
El identificar al prejuicio individual de Trump como motivo principal de su política obscurece el hecho concreto de que el mismo individuo que ha promovido las actitudes anti musulmanas en EEUU mantiene importantes relaciones empresariales con los oligarcas sauditas además de capitalistas de otros países mayoritariamente musulmanas. En otras palabras, por encima del discurso racial que emplean los políticos derechistas para movilizar a los sectores políticamente rezagadas de las masas, sea en EEUU o en Europa, siempre están los intereses económicos de los capitalistas. Esto no quiere decir que Trump, como individuo, no manifiesta actitudes racistas. Hay amplias pruebas para sostener esta afirmación. Sin embargo sus sentimientos subjetivos son secundarios. Lo que es más importante desde la perspectiva de las masas trabajadoras es comprender que las políticas que impone la clase dominante en EEUU no son una expresión de las actitudes subjetivas de sus miembros individuales sino de los intereses de los sectores más importantes de la clase capitalista.
Para comprobar este punto sólo hay que recordar las políticas del liberal y ‘post-racial’ Obama. Fue bajo Obama, a quien nadie acusa de ser racista, que la clase dominante en EEUU intensificó su agresión imperialista contra millones de musulmanes y personas de otras etnias y religiones en lugares como el Medio Oriente y Asia central. Apodado el deporter-in-chief por el número récord de deportaciones realizado durante sus ocho años, ese mismo Obama autorizó al imperialismo estadounidense llevar a cabo un brutal golpe de estado en Honduras para luego negarles a miles de niños centroamericanos entrada a EEUU. Al mismo tiempo, supervisó la continuación de la construcción de una vasta red de cárceles por la frontera sur de EEUU para internar a inmigrantes. ¿Y respecto a su política interna? Durante los ocho años de la administración del liberal Obama no había ni revés en el prodigioso aumento de la desigualdad social – los más ricos de Wall Street se quedaron con todos los beneficios de la llamada recuperación económica – ni una disminución en los ataques contra los salarios y derechos marginales de los trabajadores. En el caso de Puerto Rico, fue bajo Obama, cuya administración brillaba con personal de todas las razas, etnias, religiones, géneros y orientaciones sexuales, que se impuso la odiada Junta dictatorial que hoy dicta el programa de austeridad brutal en nombre de los parásitos financieros de Wall Street.
Ni Gutiérrez, un representante del partido demócrata, ni Cruz, una simpatizante del mismo, se atrevieron a pararse para denunciar estas infamias llevadas a cabo por una administración demócrata o llamar a una resistencia. Y a pesar de las pretensiones soberanistas de ambos, ninguno ve más allá de una república bananera idealizada en donde los capitalistas ‘nativos’ vivirían en armonía con sus socios del norte.
Gutiérrez y Cruz son agentes veteranos de los partidos capitalistas ‘liberales’. Como tal, son expertos en aquella política, cuidadosamente coreografiada, en la que se dirigen las críticas a individuos o políticas particularmente derechistas para desviar de las raíces sistémicas de los ataques que se están llevando a cabo todos los sectores de la clase capitalista contra los trabajadores. No lo hacen ni accidental ni inconscientemente. Los elementos como Gutiérrez y Cruz son plenamente conscientes de que las administraciones liberales son igualmente cómplices en la defensa de la explotación capitalista y la desigualdad social que ésta engendra como lo son sus homólogos conservadores. La función objetiva de estos elementos es impedir que la ira popular alcance su potencial revolucionario al canalizarla hacia esa casa pútrida de traiciones conocida como el partido democrático en EEUU y el PPD en Puerto Rico.
Incapaces de hacer un llamado directo a la clase trabajadora a base de su capacidad revolucionaria, tanto Gutiérrez como Cruz han utilizado su celebridad mediática reciente para ofrecernos más teatro barato; botando lágrimas para los trabajadores y pobres de Puerto Rico mientras suplican a Trump por alivio. Este espectáculo es tan hipócrita como absurdo. Ninguno de estos dos charlatanes políticos ha renunciado jamás su apoyo al mismo imperialismo estadounidense que ha saqueado a sociedades a punta de cañón o demostrado a las masas trabajadoras una conducta política que no sea el servilismo colonial.

Pero hay más.
Basar la crítica a la administración de Trump en el trato ‘de segunda clase’ de los puertorriqueños en comparación con la población blanca o los residentes de los 50 estados como Texas y Florida que también fueron abatidos por huracanes oculta la realidad de la miseria y el sufrimiento masivos que se vive en EEUU mismo. Aunque el caso puertorriqueño se presenta como algo extremo, no es de ninguna manera único. El desdén que sienten los capitalistas hacia las masas trabajadoras es universal.
Tomemos por ejemplo el caso de Houston, una ciudad en que el nivel de pobreza (39%) es el doble del promedio nacional de EEUU, para ver que la tan mentada respuesta federal rápida y eficiente después de Harvey es todo un mito. Varias semanas después de que azotara Harvey, se informaban de miles de familias viviendo todavía en refugios, áreas aun sin electricidad, escombros en las calles, casas con problemas de moho, plagas de mosquitos, etc. Además de los obstáculos burocráticos con FEMA, de los que los boricuas deben de estar muy acostumbrados, el caso de Houston también ilustra la insuficiencia de fondos estatales y federales para la recuperación.
En los Cayos de Florida, el paso de Irma agravó lo que ya era una crisis de vivienda asequible para los trabajadores del turismo que sostienen esa industria. Lejos de intentar resolver esa crisis, la respuesta federal se ha limitado a suministrar casas móviles y tráilers a los damnificados mientras los dueños ausentistas de residencias vacacionales de lujo siguen beneficiando del alza de precios en el mercado inmobiliario.
Sin embargo, el caso de Nueva Orleáns después de Katrina es tal vez el más emblemático del mito liberal alrededor de un trato de segunda clase exclusivo a los puertorriqueños. ¿Puede uno olvidar las imágenes de familias empobrecidas, negras y blancas, abandonadas a su suerte meses después de Katrina? ¿No fueron igual de indignados estos liberales al ver miles de muertes, millones de desplazados, la revelación de años de corrupción política y deterioro urbano, así como el caos y la incompetencia de los esfuerzos federales de recuperación? ¿Y la supuesta recuperación? A pesar de toda la indignación liberal, Nueva Orleáns así como las áreas circundantes de la costa de Luisiana y Mississippi siguen siendo entre las más desiguales y sumergidas a la pobreza en EEUU. De hecho, la recuperación de Nueva Orleans ha sido marcada por un aumento de la brecha entre ricos y pobres, Nola 2.0 es la segunda ciudad más desigual en EEUU, una reducción dramática de los fondos públicos asignados a la educación “pública” ya completamente en manos privadas a través de las chárter, y una ola de gentrificación impulsada por la entrada masiva de venture capitalists en busca de oportunidades de beneficiarse del clima favorable para la inversión la cual incluye salarios bajos y pocos beneficios marginales.
¿Y el argumento racial?
En una serie de artículos publicados recientemente en el periódico The Guardian en que se investigan la vida de cuatro comunidades en las Appalachias de Kentucky, el delta de Mississippi, por la frontera en Texas y en una reservación de Arizona, se destaca el verdadero rostro de la pobreza en EEUU. Tal pobreza se extiende a todas las regiones y los estados e incluye a todas las razas y etnias. En fin, el innegable rasgo común de estas comunidades y muchas otras más es que para la clase capitalista estadounidense, estos ciudadanos son ‘de segunda clase’. De nada les ha valido ni ser residentes de los estados, blancos o anglófonos. Como trabajadores y pobres, son tratados con el mismo desprecio capitalista.
La indignación de nuestros liberales puertorriqueños no es más que política barata. Los trabajadores más conscientes no se dejan engañar. Por grotescos que sean Trump y sus compinches, los liberales no pueden ofrecer nada mejor.
Todos los comunistas tienen la responsabilidad de denunciar estos esfuerzos para engañar a las capas más amplias de la clase obrera, de desenmascarar las mentiras, las trampas y toda la hipocresía de los liberales. Sólo a través de la combinación de esa escuela dura de las experiencias vividas y la formación comunista, la cual incluye una evaluación correcta de la conducta política de los liberales, puede la clase obrera en su conjunto comenzar a cobrar consciencia de su capacidad revolucionaria.