Las luchas de género se insertan dentro de los procesos revolucionarios, y continúan aun después de la toma del poder por el proletariado

Se ha debatido por siglos cuáles son las razones de la opresión de la mujer y de la ola de feminicidios que actualmente alcanza proporciones globales. Las feministas tradicionales enfocan sus cañones hacia el hombre enarbolando la pancarta de “Muera el machismo”, y de paso reduciendo el problema a su efecto aparente. No obstante, la causa de la opresión de la mujer es la misma que la del hombre, si se analiza en el contexto de la sociedad de clases, y en particular de aquella de economía capitalista. No siempre la mujer estuvo subordinada a la “voluntad” de su pareja, pues en tiempos remotos de la humanidad, durante la época del salvajismo y la barbarie, cuando existía la unidad denominada gens, la estructura era matriarcal, y la división del trabajo era justa y equitativa. La mujer participaba activa y plenamente en la producción social. Con el excedente de producción y el advenimiento de la propiedad privada, surgió la desigualdad de género y de clase, a la par que la estructura familiar hombre/mujer, y con ella, la monogamia. De ahí en adelante, la mujer quedó restringida al ámbito doméstico; su papel en la producción social fue anulado, y su función se redujo al trabajo en el hogar.
En el sistema capitalista, la opresión de la mujer se manifiesta de múltiples maneras, tales como el acceso a salarios menores que los del hombre, ocupar trabajos no especializados y de nula protección sindical (de servidumbre, limpieza, cuidado de niños, cocina, elaboración textil en las maquiladoras, etc.), menor acceso a la educación; el sometimiento a esquemas impuestos por la superestructura social como el discrimen intrafamiliar, el casamiento forzoso incluso siendo niña, y crímenes solapados hasta por el Estado, como la infibulación (mutilación genital), el abuso sexual y sus consecuencias para la salud, hasta llegar al feminicidio, incluso legalizado, como la lapidación en países islámicos.
En el capitalismo, el autoestigma y la subvaloración de la mujer tienen como pauta y combustible la publicidad (tanto en el ámbito de productos comerciales como en el de la moda y la “belleza”), que aporta sustancialmente a la cosificación de la mujer como un objeto adicional de consumo, utilizado por el hombre y, luego, desechado o eliminado, tal como lo avala y promueve también la religión con su dogma de la supremacía masculina. A su vez, la subordinación de la mujer es ventajosa para este sistema, pues, confinada a tareas domésticas y de servicio, no participa de la construcción de su sociedad. Conforma además una reserva de mano de obra barata, lo que sirve de chantaje para no redimir un salario mayor a sus pares. Su rezago político y social sirve de obstáculo para iniciativas revolucionarias, y, mediante el cuido de niños, manutención y atención de las labores de subsistencia doméstica, garantiza el mantenimiento del obrero –para su explotación–que vende su fuerza de trabajo para generar plusvalía, es decir, el excedente de riqueza que se apropian injustamente los capitalistas. Por tanto, su gran verdugo es el capitalismo.
Por estas y otras razones, se hace imperativa la organización de la mujer mediante un movimiento propio, insertado en la lucha de la clase trabajadora, dirigido a derrocar el sistema que la explota. Sólo así podrá emanciparse de las verdaderas cadenas que la oprimen. En una sociedad socialista, en cambio, la mujer, tendría acceso a una educación superior, a un desarrollo científicamente productivo en la construcción de su sociedad, la que estaría regida por un sistema para beneficio colectivo, no privado de unos cuantos. Esto implica que su participación en la sociedad le garantizaría librarse de esquemas tiránicos conyugales, dirigiendo con autoestima su destino, estableciendo en su vida relaciones de respeto y crecimiento, pues la bestialización que ahora permea y contamina sus mentes y las de sus agresores no tendría razón de existir en una sociedad de justicia social, sin explotación, de realización plena de las capacidades, tanto individuales como colectivas, y de oportunidades ilimitadas de desarrollo, basadas en derechos y no en privilegios, para todos y todas.