
Por El Andariego
Andaregueando por las encendidas calles de mi querido Santurce cangrejero, paseo mi mirada y escucho desde las paredes que me circundan el grito de una lucha por llamarme la atención. Se trata del grito publicitario que me invita a consumir hasta morir para resolver todo aquello que me acosa a mí y a cientos de miles de cohabitantes de esta sempiterna colonia. Las paredes pregonan un inventario de nuestros problemas, nuestros deseos y aspiraciones: desde el artista musical que nos ayudará a escapar de nuestra desfortuñada pesadilla de espectador con el corazón partido, hasta el mago de las finanzas que promete consolidar nuestras deudas para que las pague el diablo. La publicidad capitalista —como los políticos que administran la crisis permanente— lo promete todo a cambio de nuestra lealtad, siempre renovable, al culto del mercado y sus manos todopoderosas e invisibles.

El grito publicitario ya me tiene casi ensordecido y convencido con su acoso, cuando la magia del grafiti y el pincel, prole de la desordenada calle cangrejera con olor a mangle, me exorciza.
De repente irrumpe ante mis ojos el sello de un artesano del color en aerosol, quien estampa la firma de su protesta y ensordece parcialmente el canto de sirena publicitario que pretende seducirme con la deuda eterna para resolver mi crisis económica permanente.

Miro entonces hacia arriba y testifico con mis propios ojos el combate entre dos invitaciones a dos mundos: desde un lado, el mundo de un show en donde un Tutankamen egipcio y sus riquezas aparecen desubicados de su verdadera historia de explotación y despojo; desde el otro lado, un jeroglífico urbano pincelado en aerosol por par de audaces graffiteros, dispuestos siempre a desafiar un posible arresto por violar la sacrosanta propiedad privada dedicada al culto del lucro comercial.

De repente, caigo en cuenta una vez más de que estos escenarios de lucha por controlar un espacio de expresión para capturar mi atención están ubicados dentro de un saturado espacio urbano —cargado de incesantes invitaciones al consumo de productos llenos de ideologías consagradas al culto del lucro. Estos estallidos de color en arerosol no son sucio vandálico, como dicen muchos cegados y ensordecidos por la propaganda consumista “wall to wall”. Miro hacia la cancha de baloncesto de mi barrio. Caigo en cuenta una vez más de que los guerrilleros del color en aerosol pincelan y silencian parcialmente el intento publicitario de colonizar totalmente nuestra imaginación.